Filipenses
3:20-21 (RVR1960) Mas
nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador,
al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra,
para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual
puede también sujetar a sí mismo todas las cosas.
Según las escrituras, todos los que somos de Cristo
Jesús, somos ciudadanos del reino de Dios. No es algo que hemos elegido, sino
que en la sabiduría de Dios, el cambio de ciudadanía es un resultado de nuestra
conversión (Colosenses
1:13 el
cual nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de
su amado Hijo y Filipenses
3:20 Mas
nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador,
al Señor Jesucristo).
Esto quiere decir que somos extranjeros, o como dice
Pedro, extranjeros y peregrinos (1
Pedro 2:11. Amados,
yo os ruego como a extranjeros y peregrinos, que os abstengáis de los deseos
carnales que batallan contra el alma). Somos parecidos a los que el autor de la carta a los
Hebreos describe como “…andan en busca de una patria…
deseaban una patria mejor…” (Hebreos
11:14-16. Porque
los que esto dicen, claramente dan a entender que buscan una patria; pues si
hubiesen estado pensando en aquella de donde salieron, ciertamente tenían
tiempo de volver. Pero anhelaban una mejor, esto es, celestial; por lo cual
Dios no se avergüenza de llamarse Dios de ellos; porque les ha preparado una
ciudad).
Porque este mundo no es el reino de Dios. Peor, aún
está bajo la autoridad de un usurpador (Juan
12:31. Ahora
es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será echado fuera, Juan 14:30. No hablaré ya
mucho con vosotros; porque viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en
mí). Vendrá el día cuando nuestro Dios pondrá todas las
cosas en orden, y someterá este mundo bajo la autoridad de su Hijo. Pero
mientras tanto, estamos en el extranjero.
Un “extranjero” es simplemente uno que no es del lugar. Y la palabra traducida “peregrino” significa vivir en un lugar extraño, lejos de su
propia gente. Puede ser que el extranjero esté bien adaptado a la tierra donde
vive, a tal punto que la gente no se da cuenta que es extranjero. Pero lo es.
Su ciudadanía verdadera es otra.
¿Qué decimos de nosotros, entonces? Pedro dice que
somos extranjeros, pero… creo que la mayoría nos engañamos. Vivimos tal cual
todos nuestros vecinos. Pensamos en nuestra participación en el reino como algo
“tal vez… en el futuro”. Realmente, la única diferencia entre la mayoría de
nosotros y los demás es que somos algo más “religiosos”.
La pregunta es, entonces, ¿cómo llevar
una vida que sea representativa del reino? Pedro en su primera carta sugiere
dos pautas:
Primero, en 1 Pedro 1.15-17 dice que debemos vivir una vida santa durante toda
nuestra peregrinación. Es decir, que debemos ser honestos, aun cuando nadie se
dé cuenta. Si la cajera te da cambio de más, ¿qué haces? ¿Lo devuelves, o lo
metes en el bolsillo? Debemos trabajar bien, aun cuando el patrón no esté
mirándonos (Colosenses3:22. Siervos,
obedeced en todo a vuestros amos terrenales, no sirviendo al ojo, como los que
quieren agradar a los hombres, sino con corazón sincero, temiendo a Dios). Debemos
decir la verdad, aun cuando no haya posibilidad de que nos descubran en una
“mentira piadosa”. Porque si no vivimos así, ¿qué diferencia hay entre nosotros
y los “paganos”?
Es que la persona santa vive a la sombra del
Altísimo. Vive consciente de la presencia del Espíritu Santo en su vida, y teme
ofenderlo de alguna manera. El extranjero nunca se olvida de su verdadera
patria y de su soberano. Siente profundamente que ésta no es su tierra, y como
consecuencia, se purifica a sí mismo. Dios
no nos promete la santidad como un premio para el futuro; la exige ahora.
Luego, 1
Pedro 2:11-12 sugiere que
debemos ser ejemplos. Somos el primer contacto que la mayoría de la gente tiene
con el reino de Dios. Deben ver dibujados en nuestro estilo de vida imágenes de
nuestra verdadera patria, y no reflexiones de ellos mismos. Lamentablemente, a
veces dicen “si ese es evangélico, no me interesa”. Existen modelos, pero no
son comunes. Son esas personas que disminuyen su nivel de vida más bajo de lo
que pueden, para así invertir dinero en los proyectos de Dios. Apagan la TV
para dedicar tiempo a la Biblia y a otras personas. Utilizan sus posesiones al
servicio de otros. Son…
diferentes, porque son extranjeros y peregrinos en obediencia a Dios.
La sociedad se ha dividido en países desarrollados y
países en vías de desarrollo, donde parece que unos son más inteligentes que
otros, pero nosotros debemos comprender que somos ciudadanos del “Tercer
Cielo”. Cuando usted recibió a Cristo, obtuvo su ciudadanía en el “Tercer
Cielo”, y el precio de esta ciudadanía, fue comprado por Cristo en la Cruz. La
muerte de Cristo produjo dos efectos: La salvación de su alma y la ciudadanía
más allá del sol. Consideremos la responsabilidad y los beneficios de ser
ciudadanos del “Tercer Cielo”.
Los cristianos tendrían que vivir de tal forma que
fuera imposible compararlos con los que son del mundo. La
comparación tendría que ser por contraste. No tendría que haber una gradación en escala; el creyente
tendría que ser lo contrario de modo directo y manifiesto al no regenerado. La
vida de un santo debería ser toda de arriba, e incomparable con la de un
pecador. Deberíamos obligar a nuestros críticos no a confesar que las personas
morales son buenas, y que los cristianos son un poco mejor; sino que el mundo
es oscuridad y nosotros manifestamos la luz; y mientras el mundo está en manos
del maligno, debería ser evidente que nosotros somos de Dios y vencemos las
tentaciones del maligno.
Tan separados como los polos, como la vida y la
muerte, la luz y la oscuridad, la salud y la enfermedad, la pureza y el pecado,
lo espiritual y lo carnal, lo divino y lo sensual. Si fuéramos lo que
profesamos ser, deberíamos ser tan distintos del mundo como lo blanco de lo
negro, o una oveja de un lobo.
Tendría que haber tanta diferencia entre el mundano
y el cristiano como entre el cielo y el infierno, como entre la destrucción y
la vida eterna. Tal como esperamos que al fin habrá una gran sima que nos
separará de la condenación de los impenitentes, debería haber un ancho abismo
entre nosotros y los impíos. La pureza de nuestro carácter debería ser tal que
los hombres se dieran cuenta que pertenecemos a otra raza superior. Dios nos
conceda, más y más, el ser claramente una generación escogida, un real sacerdocio,
una nación santa, un pueblo peculiar, que mostremos las alabanzas de Aquel que
nos ha llamado de las tinieblas a su luz admirable. Por la honrosa ciudadanía
que nos ha sido concedida, os rogamos que vuestra conducta sea celestial, y
usaremos como argumento prevaleciente el que el Señor Jesucristo viene, y por
tanto debemos ser como hombres que esperan la llega da de su Señor, haciendo
servicio diligentemente para Él, para que cuando venga pueda decirnos: “Siervo
bueno y fiel”. Sé que la
gracia que está en vosotros contestará en abundancia este ruego.
Lo mismo los cristianos aquí; están contentos con
dejar muchas cuestiones a un lado; como hombres tienen que amar la libertad, y
no estar dispuestos a perderla incluso en un sentido inferior; pero
esencialmente sus intereses son espirituales, y como ciudadanos procuran en
favor de los intereses de la república divina a la cual pertenecen, y esperan
el momento en que habiendo sobrellevado las leyes del país en su destierro,
pasarán bajo la soberanía de Aquel que reina en la gloria, el Rey de reyes, y
el Señor de señores. Si es posible, en tanto que depende de nosotros, hemos de
procurar vivir apaciblemente con todos los hombres, y servir en nuestro día y
generación, pero no edificando una morada para nuestra alma aquí, porque esta
tierra ha de ser destruida cuando venga aquel día de fuego.
Si en
verdad eres cristiano, nunca debes codiciar la estima del mundo; el amor de
este mundo no es compatible con el amor de Dios. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre
no está en él. 1 de Juan 2:15.
El hombre de este mundo se desespera para ser elevado
a los sitios de honor, pero nosotros somos peregrinos aquí, ciudadanos de otro
país.
¿Qué significa ser ciudadanos del cielo? Primero,
significa que estamos bajo el gobierno del cielo. Cristo es el rey del cielo y
reina en nuestros corazones; las leyes de la gloria son las leyes de nuestra
conciencia; nuestra oración diaria es: Hágase
tu voluntad en la tierra como en el cielo. Mateo 6:10. Los decretos proclamados desde el trono de la gloria
son recibidos por nosotros como decretos del Gran Rey y obedecidos alegremente.
No estamos sin ley. El Espíritu de Dios rige en nuestros cuerpos mortales, la
gracia reina a través de la justicia, y llevamos el yugo fácil de Jesús.
Como ciudadanos de la Nueva Jerusalén, compartimos
los honores del cielo. La gloria que pertenece a los santos beatificados nos
pertenece, porque ya somos hijos de Dios, ya somos príncipes de sangre real; ya
llevamos. la vestidura inmaculada de la justicia de Jesús; ya tenemos ángeles
como servidores, santos como compañeros, Cristo como hermano, Dios como Padre,
y una corona de inmortalidad como recompensa. Compartirnos los honores de la ciudadanía,
porque hemos llegado a ser parte de los redimidos por la sangre del Cordero,
cuyos nombres están escritos en el cielo. Amados, ahora
somos hijos de Dios, y todavía no aparece lo que hemos de ser; pero sabemos
que, cuando Él venga, seremos como Él es; porque le veremos como Él es. 1 Juan 3:2.
Nos gozamos también de que, como resultado de ser
ciudadanos, o mejor aún, como causa de ello, nuestros nombres están escritos en
las listas del cielo. Cuando al fin se pasará lista, nuestros nombres serán
leídos; porque donde está Pablo y donde está Pedro, donde están David y
Jonatán, Abraham y Jacob, allí estaremos nosotros; fuimos nombrados con ellos
en el propósito divino, contados con ellos en la compra en la cruz, y con ellos
nos sentaremos para siempre en las mesas de los bienaventurados. Pequeños y
grandes son conciudadanos y pertenecen a la misma familia. Los niños y los
adultos todos están registrados, y ni la muerte ni el infierno pueden borrar
nombre alguno.
En el cielo son obedientes, y lo mismo debemos serlo
nosotros, siguiendo las más leves indicaciones de la voluntad divina. En el
cielo son activos, y lo mismo nosotros debemos, día y noche, alabar y servir a
Dios. En el cielo son apacibles, y lo mismo debemos hallar descanso en Cristo y
estar en paz incluso ahora. En el cielo se gozan contemplando la faz de Cristo,
y lo mismo nosotros debernos siempre meditar en Él estudiando su hermosura, y
deseando contemplar las verdades que Él nos ha enseñado. En el cielo están
llenos de amor, y lo mismo nosotros, que, aunque somos muchos, somos un cuerpo,
y cada uno miembro de los otros.
Delante del trono están libres de envidia y de
pugnas, celos, emulación, mala voluntad, falsedad, ira; lo mismo deberíamos
estar nosotros.
No conozco el futuro ni pretendo saberlo. Predico,
sin embargo, que Cristo va a venir porque lo encuentro en cien pasajes. Las
Epístolas de Pablo están llenas del advenimiento, y lo mismo las de Pedro y las
de Juan. Creo que la Iglesia haría bien si viviera siempre como si Cristo
tuviera que venir en el día de hoy. Estoy convencido que lo mejor es que
vivamos como si tuviera que venir hoy, ahora, y que la Iglesia obre como si su
Señor estuviera a la vista, velando y orando.
Pero no todos nos reuniremos en la gloria; no todos,
a menos que os arrepintáis. Algunos de vosotros vais con certeza a perecer, a
menos que creáis en Cristo. ¿Por qué hemos de dividirnos? ¿Por qué no hemos de
estar todos en el cielo? «Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo.» «El que
cree y es bautizado será salvo, pero el que no cree ya es condenado.» Confía en
Cristo, pecador, y el cielo es tuyo y mío, y estamos seguros para siempre. Amén.
Dentro de esta jornada debemos cuidarnos de las
cosas que nos quisieran desviar y distraernos de nuestro caminar con Dios. En
ocasiones vendrán cosas a nuestras vidas que demandarán nuestro tiempo y
atención. Algunas de estas cosas serán con el propósito de envolvernos más en
las cosas terrenales, cosas de este mundo, cosas que apetecen más la carne y
sus deseos. El apóstol Pedro en esta ocasión nos recuerda la importancia de
abstenernos de estos deseos lujuriosos y pecaminosos que intentaran vencernos y
llevarnos cautivos para hacer el mal.
Nosotros en esta mañana debemos orar que el Señor
nos ayude a que logremos abstenernos que estos deseos carnales que batallan
contra nuestra alma. Es por esta razón que es de suma importancia nuestro
tiempo de oración y devoción que tenemos diariamente. La cantidad de tiempo que
nos pasemos con el Señor en oración y devoción determinara el poder que
tendremos para vencer la batalla que enfrentamos todos los días. Nunca
cometamos el error de pensar por un momento que podremos abstenernos y poner
frenos a nuestra carnalidad en nuestras propias fuerzas humanas. Es solo por
medio del poder del Espíritu Santo que nos fortaleza para pelear las batallas
que enfrentamos. Como lo declara Gálatas
5:16. “Digo,
pues: Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne.”
Santiago
4:1 (RVR60) ¿De
dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros? ¿No es de vuestras
pasiones, las cuales combaten en vuestros miembros?
Gálatas
5:16 (RVR60) 16
Digo, pues: Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne.
Gálatas
5:17 (RVR60) Porque
el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la
carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis.
Romanos
7:23 (RVR60) Pero
veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me
lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros.
Gálatas
5:24 (RVR60) Pero
los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos.
Efesios
2:19 (RVR60) Así
que ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y
miembros de la familia de Dios,
Hebreos
11:13 (RVR60) Conforme
a la fe murieron todos éstos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de
lejos, y creyéndolo, y saludándolo, y confesando que eran extranjeros y
peregrinos sobre la tierra.
1
Pedro 1:17 (RVR60) Y
si invocáis por Padre a aquel que sin acepción de personas juzga según la obra
de cada uno, conducíos en temor todo el tiempo de vuestra peregrinación.
Hablamos también acerca de la necesidad de
someternos al trato directo de Dios, a la ministración directa del espíritu en
nuestras vidas, al hablar de Dios, al trato profundo de Dios en nosotros, a no
cerrarle puertas, no tener compartimentos secretos para Dios, no tener cajas
fuertes donde solo nosotros tengamos la llave. Dios requiere total acceso a
todas las áreas de nuestro ser y solo cuando nosotros hemos llegado a ese punto
de someternos completamente a Dios sin barreras, abandonarnos completamente al
amor y a la ministración y al trato, y a la disciplina de Dios, solamente
cuando el Espíritu Santo distingue y discierne que en nosotros se ha quebrado
toda resistencia y todo orgullo, y toda distancia podemos verdaderamente prosperar
y crecer en los caminos del Evangelio. Bendiciones.
(Tomado del libro «Sermones sobre la Segunda Venida. C. H. Spurgeon »)
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